miércoles, 26 de mayo de 2021

Mi media vida

 

           Mi nombre es Luca y llevo media vida explicando que no soy italiano, sino español. La razón de que me llame así se debe a la fascinación de mi padre por el pintor florentino renacentista Luca Signorelli, el cual apenas tuvo reconocimiento. Pero no me quejo de mi nombre, porque pudo haberme bautizado con el nombre de Leonardo o de Vincent y probablemente ello habría complicado más mi infancia y juventud.

En realidad, mi nombre siempre me ha generado más ventajas que inconvenientes, pues físicamente, también dicen que parezco italiano, aunque no entiendo exactamente la razón para llegar a una conclusión así. Mido uno ochenta, soy moreno de piel, con ojos color miel y no soy delgado ni gordo. Si éstas son las características físicas de un italiano, entonces me doy por vencido y lo acepto sin más reservas. Pero lo cierto es que nací en La Coruña, al igual que mis padres y mis cuatro abuelos. Siempre he vivido en esa ciudad costera de España y me siento muy identificado con esta maravillosa bahía natural que acabó albergando todo un conglomerado urbano que sigue creciendo.

Soy coruñés, sí, aunque, por alguna razón que no acierto a comprender, y que no se debe sólo a mi nombre, siempre me acaban relacionando con Italia. Dicho sea de paso, no me desagrada en absoluto este hecho, pues me encanta todo lo relacionado con ese país al que los galos bautizaron como Galia Transalpina.

        Cuando tenía trece años, una chica se convirtió en lo que todos entendemos como nuestro primer amor. Se llamaba Cecilia y tenía fama entre mis compañeros de que te enseñaba a besar si se lo pedías. Y yo, sin pensarlo mucho y sin confiar demasiado en las habladurías, un día se lo pedí. Para mi sorpresa, me dijo que sí. Y me dio las indicaciones oportunas para llevar a cabo nuestro plan. Me dijo que cuando el reloj de mi clase marcase las cuatro y diez, pidiese permiso para ir al baño.  Aunque ella iba en otra clase, un curso más que yo y, por tanto, me llevaba un año, se suponía que nuestros relojes estaban sincronizados, como en las películas de policías y ladrones. Me sugirió que nos encontrásemos en la parte baja del Laberinto, que era como se conocía coloquialmente una zona del colegio en la que se entrecruzaban tramos de escaleras que llevaban a distintos pasillos, en distintos niveles del edificio. En realidad me citaba allí porque la oscuridad de aquella zona sería nuestra aliada y era muy poco probable que alguien pasase por aquel lugar a esa hora, en la que todo el mundo estaba dentro de las aulas. Después de todas sus explicaciones, me di cuenta de que ya no me podía echar atrás.

         Entonces empecé a sentir mariposillas en la barriga, un nudo en la garganta y una excitación que impedía que mis pies estuviesen quietos. En ese estado soporté la clase de matemáticas que más ha durado de toda mi vida. Estaba tan impaciente e inmerso en mis propios sentimientos, aparentemente enfrentados, como el miedo y el deseo, que cuando sonó el timbré me devolvió a la realidad y me preparó de nuevo para enfrentarme al fatídico instante en que sentiría aquellas fascinantes sensaciones de las que tanto había oído hablar.

Al poco tiempo de empezar la clase de inglés, me dirigí al lugar acordado, a la hora estipulada, pero Cecilia no estaba allí. Sentí un impulso casi irrefrenable de echar a correr. Siempre podría alegar que había acudido a la cita y que había sido ella quién había fallado. Pero aquella esperanza se desvaneció en el instante en que me giré y me la encontré de frente, con una amplia sonrisa.

Me llevaba ventaja, mucha ventaja.

Me miró fijamente con aquellos ojos vivarachos y oscuros, casi negros, y volvió a sonreír, mostrando unos dientes blancos y casi perfectos que contrastaban con el tono moreno de su piel. Me susurró al oído que entreabriese la boca, cerrase los ojos y me dejase llevar. Puso sus brazos sobre mis hombros y me acarició el pelo por la zona de la nuca mientras besaba mis labios y buscaba mi lengua con la suya. Noté como su melena, también oscura, me abrazaba y me insuflaba fuego.

Fue uno de los mejores momentos de mi vida. Fue excitante, sublime, simplemente perfecto.

Sé que nadie en el mundo podría haberme besado mejor que ella y también sé que las primeras experiencias suelen ser un desastre. Nunca le estaré suficientemente agradecido por haberme regalado aquel momento.

Repetimos aquello varias veces, siempre a la misma hora, pero no todos los días ni en las mismas clases, para no levantar sospechas.

Cecilia me enseñó muchas más cosas durante aquellos encuentros clandestinos y siempre breves. Me dijo que le había contado a mi amigo Óscar aquello de que enseñaba a besar a los chicos porque, como sabía que era un bocazas, tenía la certeza de que acabaría diciéndomelo, y de ese modo, podría besarme a mí, que era realmente a quién quería besar.

Admiré esa sutileza e ingenio, que nunca atisbé, ni por asomo, en ningún otro de mis amigos varones. Las otras veces que quedamos fueron igual de emocionantes que la primera, al menos para mí. Cecilia me contó que las chicas francesas besaban de un modo distinto a cómo se hacía en España, moviendo la lengua con mucha rapidez para provocar cosquillitas en la lengua del otro. Por supuesto, lo probamos y me volvió a demostrar su destreza.

También me contó que su nombre, al igual que el mío, tenía un significado para sus padres. En su caso, se debía a que una cantautora española había fallecido en un accidente de tráfico en el año setenta y seis a la prematura edad de veintisiete años. Varios años después, descubriría que muchos otros grandes talentos de la música habían fallecido a esa edad que se consideraba mítica y maldita.

En aquel momento, llegué a la conclusión de que los mayores no aceptaban sus frustraciones. De algún modo, que yo me llamase Luca y ella Cecilia era como darles otra oportunidad a un pintor que no había triunfado y a una cantautora que había fallecido demasiado joven sin concluir su prometedora carrera profesional. El hecho de que nuestros padres lo considerasen injusto les movía a poner a sus hijos sus respectivos nombres como una especie de tributo a título póstumo.

Nunca llegué a conocer a los padres de Cecilia, pero tenían que ser gente de lo más interesante, con una vena artística acusada y, sobre todo, muy aficionados a la música para hacer algo así.

Un día Cecilia me confesó también que la hora a la que quedábamos no era casual, sino que la había hecho coincidir con el título de una canción de otro cantautor español que sonaba en su casa a diario.  Tardé un par de años, todavía, en saber que se refería a una canción de Luis Eduardo Aute, al que yo, por supuesto, también acabé admirando de forma incondicional. Supongo que era, para ella, la forma de rendir tributo a alguien a quien admiraba.

Así fueron pasando los meses de aquel curso académico hasta que se acercó el verano y, con él, llegaron las vacaciones interminables, en las que echaría de menos sus besos, que ya no volverían, como las golondrinas de los románticos, pues, al curso siguiente, Cecilia se fue a estudiar a Irlanda y sucedió que, simplemente, cada uno de nosotros siguió con su incipiente vida.

Con ella en la distancia se fueron los mejores besos, los emocionantes encuentros a mitad de clase y mi vida se volvió más anodina.

Creo que todavía la echo de menos.

     Transcurrieron diez años en los que he vivido muchas experiencias, pero ninguna reseñable en lo atañe a esta historia, hasta que un día nuestro Colegio, en el que tantas horas felices había vivido, volvió a ser el escenario de otro suceso de lo más extraño que me ha ocurrido en la vida. Por supuesto, también hubo una mujer y más besos.

Los de mi promoción y los de la promoción anterior habían organizado un reencuentro de antiguos alumnos en el que habían decidido que se celebraría una misa, una cena y la consiguiente fiesta nocturna con actuaciones de varios grupos de música, entre los que nos encontrábamos los Regular Line, es decir, nosotros, Felipe, Nacho, Borja, Bruno y yo, la banda de pop más efímera del colegio durante mi etapa escolar.

En realidad, acepté ir a esa cena porque tenía la esperanza de reencontrarme con Cecilia, a quien hacía muchos años que no había visto. Con esa ilusión, unos días antes del acontecimiento, cargamos Felipe y yo una batería en mi Ford Fiesta viejo y la llevamos a casa de Bruno, que vivía en un unifamiliar con un jardín inmenso, a las afueras de la ciudad. Así podríamos ensayar sin molestar a nadie. Y, cuando ya habíamos acabado con el traslado y me dirigía al rincón en el que estaban todos los instrumentos para coger el micro, entonces me la encontré de frente.

Estaba bellísima. No la veía desde aquella etapa de nuestras vidas en que nos besábamos amparados en la oscuridad del Laberinto, el recodo más fantástico de nuestro Colegio.  

Cecilia era la hermana mayor de Bruno y había vuelto de Nueva York, ciudad donde ahora vivía. Se había convertido en una morenaza bastante delgada, con los ojos achinados, muy negros y las pestañas, como las piernas, interminables. Parecía una belleza exótica, algo parecido a una chica de Asia que se hubiese disfrazado de occidental.

Todo el tiempo transcurrido había servido para que se convirtiese en una mujer todavía más bella de lo que yo la recordaba. Siempre había tenido la impresión de que aquellos besos solo eran para ella un juego divertido y que yo había sido en realidad impenetrable en su corazón, pero, cuando me saludó con cortesía y pronunció mi nombre, me sentí de nuevo traspasado por un rayo de esperanza.

Durante aquellos días de ensayo, previos al concierto en el Colegio, Cecilia y yo nos miramos con complicidad. Sentía un impulso de besarla de nuevo, que sólo frenaba el hecho de que fuese la hermana de nuestro batería, que, además, era mi mejor amigo. Si la besaba y algo se torcía entre nosotros, se podría frustrar la actuación, por tanto, y causar un escándalo en el colegio que ya contaba con la organización impecable de todo el evento. Así que preferí sacarme aquella idea de la cabeza y centrarme en ensayar.

Llegó el gran día, volveríamos a actuar delante de tantas caras a las que muchos años atrás veíamos a diario. El ambiente era fantástico y durante la cena todos los comensales habíamos tomado más vino del necesario. No obstante, a Bruno no le pareció que yo estuviese lo suficientemente animado y, en un momento en que coincidimos en el baño, me ofreció una pastillita azul, que dijo que me haría perder la timidez que aún me quedaba y darme una euforia que mejoraría mi actuación.

A día de hoy ignoro el principio activo de dicha pastilla, pero me pareció que había transcurrido un suspiro cuando llegó el momento de dirigirnos al vestuario para prepararnos y salir al escenario.

Nunca he sido demasiado rápido en nada, lo cual tiene ventajas e inconvenientes, dependiendo de para qué. Aquel día me sirvió para quedarme solo en el vestuario y que apareciese Cecilia, cuando ya todos habían salido.

Sin mediar palabra, nos besamos apasionadamente y nos dirigimos hacia una zona más apartada, donde estaban ubicadas las duchas. Había deseado tanto besar de nuevo aquellos labios durante el último mes, tanto acariciar aquel cuerpo y arrebujarme contra él, apretando su pecho contra el mío mientras le decía que la amaría eternamente, que ahora, que estaba sucediendo, tenía la sensación de estar soñando.

Entonces la música de la primera de nuestras canciones empezó a sonar en la lejanía, pero nada me importaba, salvo tenerla entre mis brazos. Le propuse que nos fugásemos a un lugar donde nadie nos conociese. Supongo que la pastillita azul tuvo algo que ver en todo aquello. Entre caricias y besos, sonaron dos de las tres canciones que debíamos interpretar y no reconocí la voz de quien estaba cantando lo que yo debía cantar, aunque juraría que era mi propia voz.

En un momento determinado, Cecilia me dio un beso muy sonoro en los labios y puso su dedo índice de la mano derecha en mis labios. Me dijo que cantase para ella la última de las canciones y que nos veríamos cuando acabase. Salí corriendo de allí, buscando mi micro, como si mi vida dependiese de ello. La bronca que me cayó en riguroso directo por parte de mis compañeros de grupo fue considerable y no creo que pasase inadvertida a nadie de entre el público que estuviese prestando una mínima atención a lo que sucedía. De todos modos, nuestras canciones creo que sonaron bastante bien y el aplauso final fue sonoro y duradero. Mi último recuerdo de aquel día fue escuchar la voz de Cecilia llamándome marchoso y diciéndome que me amaría eternamente, para verla desaparecer después entre la multitud, cogida de la mano de un chico que me llevaba, al menos, tres años.

       Al día siguiente me desperté en mi cama, sin saber cómo había llegado hasta allí. Tenía una sensación de desolación interior que me angustiaba. Sin embargo, por muchas vueltas que le daba, recordaba que todo había sido real. Efectivamente, había cantado tres canciones, aunque percibía como un sueño el recuerdo de los besos con Cecilia en el vestuario.

Lo cierto es que no sabía exactamente lo que era sueño y lo que era vida. Ni tampoco cómo debía comportarme la próxima vez que viese a Cecilia.

En los días sucesivos coincidimos en los ensayos y siempre vino acompañada de aquel chico con el que había abandonado el concierto. En ningún momento propició un instante para que nos encontrásemos los dos a solas. Y, poco a poco, me di cuenta de que aquella historia de amor sólo podía haber ocurrido en mi cabeza, tal vez, bajo los efectos de la pastilla azul o, después, cuando ya estaba en mi cama durmiendo.

Transcurrieron casi veinticinco años más hasta que se convocó una nueva comida de antiguos alumnos en la que habían hecho coincidir varias promociones, entre ellas, por supuesto, la mía, y la anterior, es decir, la de Cecilia. Durante todos esos años, casi media vida, apenas la había visto un par de veces en situaciones poco propicias para comentar algo que no fuese superficial, para acabar con un cordial “me alegro de verte”.

Yo ya no era un niño. Había consumido más de la mitad de lo que se presupone que vive un hombre y muchos de los sueños de mi juventud se habían quedado en eso, en sueños. La comida resultó muy agradable y hasta que llegamos a los postres, nada se salió del guion previsto. Entonces, Cecilia se acercó a mí y me susurró al oído que quería bailar conmigo cuando empezásemos con las copas y la gente y el ambiente estuviese menos encorsetado. Aquello, aunque me sorprendió, me agradó notablemente.

Al cabo de una hora, mientras sonaba Antonio Vega con su chica de ayer, Cecilia se acercó a mí y puso sus muñecas sobre mis hombros. Me dijo que olía muy bien y me volvió a llamar marchoso o, quizá, me lo llamaba por primera vez en la vida.

 Fue entonces cuando me dijo que muchas veces, durante todos los años que habían transcurrido, había pensado que debió de quedarse conmigo en aquel vestuario. Que había vivido toda su vida soñando en otra vida alternativa en que los dos estábamos juntos.

Me quedé mudo, atónito y todo mi mundo se puso patas arriba en un instante. Pero nada tenía ya remedio ni había forma alguna de recuperar aquel momento que nunca había sabido si había sido vivido o soñado. Entonces, pensé que Calderón estaba equivocado o, al menos, su famosa frase estaba incompleta. Porque también los sueños son vida y la vida, vida es.

2 comentarios:

  1. Enhorabuena Josecho. Has conseguido transportarme, tu relato me resulta cercano y familiar. Un abrazo y gracias por compartirlo

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  2. Encantado de haberlo conseguido. De eso se trata. Una abrazo y gracias a ti por el comentario.

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