Nunca volverá a ser una niña, aunque confío en que esa niña,
mi niña, nunca deje de serlo. Espero que siempre sepa que, aunque nunca fui
realmente el héroe que veía en mí, siempre intenté serlo para ella.
Solíamos tumbarnos alguna noche sobre una colchoneta, abrazados,
arropados por una manta de cuadros verdes. Lo hacíamos en el mes de Agosto,
cuando las estrellas se fugaban como si quisieran salirse del Universo. Ella
era mi mejor razón en esa época, porque apenas tenía diez años y yo sentía que
se me escapaba. Aquella edad era fugaz, no más que cualquier otra edad, aunque
la percepción de su condición de efímera sea mayor en estos años, probablemente, porque va asociada a cambios físicos evidentes. De algún modo, tenía el temor
de no reconocer en su cara, en el futuro, la inocencia que me había cautivado.
En aquella época no pedíamos deseos porque no los necesitábamos.
Una noche intenté explicarle que alguna de las estrellas que
estábamos viendo en aquel preciso y precioso segundo, realmente ya no existía. Que
esa era la imagen que había emitido en un momento determinado, pero que la
lejanía era tan grande, que había dejado de existir durante el trayecto desde que
la imagen fue emitida hasta que había llegado hasta nuestros ojos. Creo que
ella también lo entendió; aquella explicación no hacía más que corroborar que
ese instante con mi hija también era efímero, también dejaría de existir,
aunque podríamos recordarlo mientras viviésemos.
Fueron pasando los años y mi hija Berta fue más y más
independiente. Ya no me necesitaba para casi nada. No me necesitaba, como me
había necesitado cuando era muy niña, para alcanzar el último peldaño de la
escalera y vencer el miedo a caerse. Había repetido esta acción una y otra vez.
Al principio, agarrada a mí con las dos manos, después con una, luego conmigo
abajo por si algo fallaba y, al final, totalmente sola. Era prudente pero tenaz, conservadora pero
ambiciosa, dependiente pero con anhelos de libertad y, todo eso, me gustaba.
Ahora pasaba la mayor parte de su tiempo con amigas y amigos y rara vez podía
disfrutar de su compañía. Por esa razón, y, aprovechando que había venido a
pasar aquellos días de agosto conmigo, después de haber pasado el mes de julio
con su madre, le propuse que viésemos juntos las estrellas. Temí que aquella vez fuese la última, pero lo más
probable es que fuesen inseguridades propias que no quería transmitirle a ella.
De hecho, no pudo ser entonces, en el año dos mil
diecisiete, porque las nubes lo impidieron. Pero en aquel instante tuve la
certeza de que todavía podríamos disfrutar de muchos momentos así. Algún día yo
desaparecería, pero las estrellas permanecerían durante toda la vida de Berta y
podría recurrir a ellas si me necesitaba. Pensé que este tipo de cosas, esos
momentos, son los que una hija recuerda de su padre cuando, muchos años
después, ya es madre y abuela. Cosas, aparentemente sin importancia, que por
alguna razón, quedan grabadas a fuego en nuestra mente de niño y son las que nos
guían en nuestra vida de adulto.
Recordé entonces aquella noche remota en que
mi padre y yo cantamos una típica canción gallega en aquel mismo lugar, bajo
aquel mismo cielo. De alguna manera, todavía estaba conmigo y ese hecho hacía
posible que también estuviese con Berta, la nieta a la que no llegó a conocer.
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