sábado, 2 de septiembre de 2017

Volveré a ver las estrellas



          Nunca volverá a ser una niña, aunque confío en que esa niña, mi niña, nunca deje de serlo. Espero que siempre sepa que, aunque nunca fui realmente el héroe que veía en mí, siempre intenté serlo para ella.
          Solíamos tumbarnos alguna noche sobre una colchoneta, abrazados, arropados por una manta de cuadros verdes. Lo hacíamos en el mes de Agosto, cuando las estrellas se fugaban como si quisieran salirse del Universo. Ella era mi mejor razón en esa época, porque apenas tenía diez años y yo sentía que se me escapaba. Aquella edad era fugaz, no más que cualquier otra edad, aunque la percepción de su condición de efímera sea mayor en estos años, probablemente, porque va asociada a cambios físicos evidentes. De algún modo, tenía el temor de no reconocer en su cara, en el futuro, la inocencia que me había cautivado. En aquella época no pedíamos deseos porque no los necesitábamos.
          Una noche intenté explicarle que alguna de las estrellas que estábamos viendo en aquel preciso y precioso segundo, realmente ya no existía. Que esa era la imagen que había emitido en un momento determinado, pero que la lejanía era tan grande, que había dejado de existir durante el trayecto desde que la imagen fue emitida hasta que había llegado hasta nuestros ojos. Creo que ella también lo entendió; aquella explicación no hacía más que corroborar que ese instante con mi hija también era efímero, también dejaría de existir, aunque podríamos recordarlo mientras viviésemos.
          Fueron pasando los años y mi hija Berta fue más y más independiente. Ya no me necesitaba para casi nada. No me necesitaba, como me había necesitado cuando era muy niña, para alcanzar el último peldaño de la escalera y vencer el miedo a caerse. Había repetido esta acción una y otra vez. Al principio, agarrada a mí con las dos manos, después con una, luego conmigo abajo por si algo fallaba y, al final, totalmente sola.  Era prudente pero tenaz, conservadora pero ambiciosa, dependiente pero con anhelos de libertad y, todo eso, me gustaba. Ahora pasaba la mayor parte de su tiempo con amigas y amigos y rara vez podía disfrutar de su compañía. Por esa razón, y, aprovechando que había venido a pasar aquellos días de agosto conmigo, después de haber pasado el mes de julio con su madre, le propuse que viésemos juntos las estrellas. Temí  que aquella vez fuese la última, pero lo más probable es que fuesen inseguridades propias que no quería transmitirle a ella.
          De hecho, no pudo ser entonces, en el año dos mil diecisiete, porque las nubes lo impidieron. Pero en aquel instante tuve la certeza de que todavía podríamos disfrutar de muchos momentos así. Algún día yo desaparecería, pero las estrellas permanecerían durante toda la vida de Berta y podría recurrir a ellas si me necesitaba. Pensé que este tipo de cosas, esos momentos, son los que una hija recuerda de su padre cuando, muchos años después, ya es madre y abuela. Cosas, aparentemente sin importancia, que por alguna razón, quedan grabadas a fuego en nuestra mente de niño y son las que nos guían en nuestra vida de adulto. 
          Recordé entonces aquella noche remota en que mi padre y yo cantamos una típica canción gallega en aquel mismo lugar, bajo aquel mismo cielo. De alguna manera, todavía estaba conmigo y ese hecho hacía posible que también estuviese con Berta, la nieta a la que no llegó a conocer.

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