Bárbara Cuadrado aceleró el paso para no llegar tarde a la entrevista de trabajo. Con un poco de suerte, sería capaz de convencer a la persona encargada de evaluarla de que era la candidata idónea. Sabía que se le daría bien realizar las tareas descritas en la oferta de empleo que había leído el día anterior en un periódico local. Llegó con quince minutos de adelanto, tal y como había previsto; tiempo suficiente para poder ejecutar los rituales que le darían la confianza necesaria para que las cosas saliesen bien. Cerró los ojos y contó hasta cien, mentalmente, visualizando los números uno a uno. Se quitó los zapatos y se volvió a calzar. Después, esperó en la puerta hasta que la aguja grande de su reloj alcanzó el número doce, y timbró. Unos minutos más tarde la recibió un señor con unas gafas muy gruesas y la voz grave. A pesar de su apariencia de persona estricta, a Bárbara Cuadrado le salió tan bien la entrevista que no le resultó complicado convencerlo para que le diese el trabajo.
Pasaron los meses y Bárbara Cuadrado cada vez estaba mejor
considerada por Don Eduardo, su jefe, que a pesar de sus enormes gafas, no
había logrado pillarla en un solo renuncio. Le confesó que nunca había
trabajado nadie para él que fuese tan meticuloso y hubiese conseguido, en tan
poco tiempo, tan buenas rentabilidades. También le hizo saber que al principio
tenía sus reservas por el hecho de que Bárbara Cuadrado no tuviese un título
oficial para el desempeño de sus funciones, pero, sin duda, conocimientos y
facultades le sobraban. Le prometió que si todo seguía igual, en un par de
meses le subiría el salario, que ya no era bajo, porque la suma que percibía
por retribuciones variables era mucho más alta de lo que en principio cabía
esperar.
La empresa de Don Eduardo era una gestora de capitales que se
encargaba de arañar euros a los mercados para sus clientes. La rentabilidad de Capital
Plus, que así se llamaba la empresa, dependía, en gran medida, de la que los
gestores de cuentas lograsen obtener para quienes habían depositado su
confianza y dinero en ella. Como Don Eduardo decía, la Bolsa y los demás
mercados financieros son un lugar donde los impacientes y poco preparados transfieren
su dinero a los que tenemos paciencia y capacitación. Bárbara Cuadrado había
estado operando en el mercado de futuros sobre tres o cuatro índices, el crudo
y el oro. Había logrado unas rentabilidades excepcionales. Este hecho había
subido su autoestima y le había hecho sentir que, por fin, había encontrado el
trabajo que se adaptaba a ella como la horma de un zapato.
Definitivamente, estaba en racha, porque unos días después conoció
a Salvador, un chico de su misma edad, moreno, con el pelo ligeramente rizado y
los ojos de color miel. A Bárbara Cuadrado le parecía que ese chico no estaba a
su alcance desde la primera vez que lo vio en la oficina, porque era mucho más
atractivo que ella. Además, Salvador tenía una vida, debido al nivel económico
de su familia, que no era acorde con el que Bárbara Cuadrado había llevado
hasta que había encontrado ese trabajo. Muchos de los miembros de la familia de
Salvador eran clientes de Capital Plus desde la constitución de ésta. El abuelo
había sido un prestigioso cirujano que había hecho una pequeña fortuna. Y su
padre se había encargado de multiplicar el patrimonio que la medicina les había
proporcionado, siempre dentro de un estricto código ético. Ahora, el cometido
de Salvador era no corroborar ese dicho generalizado de que la tercera
generación dilapida la fortuna ganada con esfuerzo e inteligencia por las dos
generaciones anteriores. Bárbara Cuadrado fue asignada como gestora de cuentas
de una parte del capital de Salvador y,
después de reuniones y reuniones para tomar decisiones, llegó el día en que
ella misma debería dar un sí o un no a una invitación para cenar. Salvador estaba
coladito por ella. Veía en Bárbara Cuadrado cualidades que admiraba. Entre
ellas, el hecho de hacerse a sí misma y vivir de sus propios recursos. Algo que
su abuelo también había hecho. Él, de alguna manera, se sentía culpable porque
no había empezado desde la casilla de salida, sino con una gran ventaja. Así
fue como se convirtieron en novios formales. Todo iba bien, demasiado bien.
Hasta el punto de que se empezaban a escuchar entre los familiares de Salvador
los típicos comentarios, medio en broma, medio en serio, de si tenían que ir
ahorrando para el regalo de boda.
Un día de junio, mientras veían un partido de tenis en el
que Nadal acabaría venciendo a Roger Federer, Bárbara Cuadrado le confesó a
Salvador, con cierta vergüenza, todas sus manías, como ella las llamaba. Le
contó que todas las noches miraba siete veces debajo de la cama antes de
acostarse, que nunca ponía el volumen de la tele en un número impar, que se
lavaba las manos más de cincuenta veces todos los días, que tenía que rezar un
“padre nuestro” cada vez veía una persona pelirroja…. Salvador se reía de todos
esos rituales que encontraba totalmente ridículos y divertidos, hasta que llegó
un momento en que Bárbara Cuadrado se tornó muy seria e indignada. Se puso a la
defensiva y le recriminó que ella había tenido que salir adelante desde cero,
algo que él no podía entender porque había nacido entre algodones. Invocó la imaginación
de Woody Allen, la genialidad del mismísimo Ludwig Van Beethoven y, sobre todo,
la figura de Rafael Nadal, todos reconocidos personajes con manías similares. Después
de una hora de acalorada discusión, Bárbara Cuadrado acabó admitiendo que todos
esos rituales consumían, a diario, gran parte de su energía. Y Salvador le dijo
que no le importaba, que la quería tal y como era, aunque todo aquello le
pareciese razón suficiente para visitar a un psicólogo si realmente se
convertía en algo preocupante. Ella accedió si él la acompañaba.
Unos días después, se perdieron una película en el cine
porque la aguja grande del reloj ya había pasado del doce. Después, tuvieron
una discusión porque Salvador había dejado el volumen de la televisión en el
número diecisiete. Otro día, habían quedado para cenar con unos amigos de
Salvador, y, Bárbara Cuadrado rezó y rezó durante la comida porque el camarero
que les atendía era pelirrojo. En definitiva, que Bárbara Cuadrado tuvo que
reconocer que no podía seguir llevando su vida de aquel modo. No sin antes
apuntillar que había convivido con todo aquello, sola, durante más de veinte
años. Necesitaba la ayuda de un psicólogo
y, quizá, de un psiquiatra, y acudiría a quién hiciese falta porque su amor por
Salvador valía eso y mucho más.
El día dos de Mayo, Bárbara Cuadrado había quedado en la
consulta de una terapeuta. Había conseguido la cita ese día, alegando que al
día siguiente le era imposible, aunque en realidad creía firmemente que la
terapia sería más efectiva si empezaba un día par. Había comprobado por
Internet que Remedios, que así se llamaba la psicóloga, era rubia. Si hubiese
sido morena, tampoco habría pasado nada. Todo discurrió bien. Bárbara Cuadrado
se sintió más cómoda de lo que había imaginado con antelación. Y, después de
varias sesiones, sabía por fin el motivo por el que se había pasado su vida ejecutando
esos rituales, cuyo diagnóstico era un Trastorno Obsesivo Compulsivo (T.O.C.).
Bárbara Cuadrado había desarrollado estos mecanismos para tener la ilusión de
que la vida podía ser controlada, para mantener a salvo a todos y todo lo que
ella más quería. De alguna manera, había interiorizado que, mientras cumpliese
con esas absurdas normas, estaba a salvo de cualquier jugarreta de la vida. Le
asombró y alivió el hecho de saber que era mucho más frecuente de lo que
imaginaba. Que la bulimia, la anorexia, las fobias o cualquier otra forma de
control obsesivo sobre algo, venían a ser el mismo problema de fondo que se
manifestaba de otro modo. De alguna manera, este conocimiento contribuyó a que
se sintiese menos rara de lo que hasta ese momento se había sentido.
La terapia, tras una veintena de sesiones, empezó a dar sus
frutos. Bárbara empezó a asumir ciertos riesgos y, comprobó para su sorpresa,
que nada malo había ocurrido después de tener la televisión con el volumen en
el número quince mientras veían Memorias de África. Eso estaba pensando
mientras Redford lavaba el pelo de Meryl Streep y, más tarde, cuando ésta
tendió su mano en el avión, para que Robert la cogiese. Fue un gran momento.
En Capital Plus tenía su propio despacho y una secretaria.
Su sueldo era el triple de lo que cobraba cuando había comenzado. Su relación
con Salvador no podía ir mejor. Todo era poco menos que perfecto. Por primera
vez había conseguido tener relaciones sexuales plenamente satisfactorias.
Nunca, hasta ese instante, había entendido la importancia que algunas
personas daban al sexo, porque nunca había sido capaz de relajarse y
disfrutarlo como lo hacía ahora.
Sin embargo, un viernes salió de su despacho precipitadamente
para encontrarse con Salvador. Iban a ver la segunda parte de la película Wall
Street, por la que Michael Douglas, en su papel de Gordon Gekko, había ganado
un Oscar en el año 1.987. A mitad de la
película, en un diálogo sobre el origen de la crisis económica, cayó en la
cuenta de que había dejado sin cerrar dos posiciones en corto sobre el Dax.
Entonces, sufrió un ataque de ansiedad que los obligó a abandonar la sala de
cine. Le explicó a Salvador que tenía esas dos posiciones abiertas y que el
Mercado ya había cerrado. Y, ni siquiera tenía la seguridad de que hubiese
colocado un stop loss que, en cualquier caso, tampoco hubiese servido de mucho
si el Gap del lunes iba en su contra. Salvador intentó tranquilizarla, intentó
razonar con ella aduciendo que no podía ser tan grave como a ella le parecía.
Pero Bárbara le decía que él no entendía lo extremadamente grave que podía
llegar a ser en caso de que el Dax abriese el lunes con una gran subida. Le
explicó que había operado por diferencias con apalancamiento, y que el problema
de este sistema era que multiplicaba por cien el porcentaje de pérdida, de tal
modo que si el índice subía un modesto 0,40, para ella representaría una
pérdida del 40 por ciento de la inversión. No quería ni imaginarse que subiese
el 1 por ciento, porque eso significaría perder la totalidad de la cantidad
invertida. Incluso, podría, en teoría, perder más dinero de lo que había
invertido. Aquel hecho arruinó el fin de semana. Bárbara no era capaz de
entender como algo así podía haberle ocurrido a ella. Quizá, haber tenido el
volumen de la tele en números impares había ocasionado aquella catástrofe. El
lunes, Bárbara estaba pegada a la pantalla de su ordenador esperando a la
apertura. Finalmente, el Dax abrió subiendo apenas un 0,03 por ciento, lo que
suponía unas pérdidas del 3 por ciento de la inversión, que venían siendo algo
más de 2.000 euros en el caso de un cliente y unos 3.400 euros en el otro caso.
Decidió asumir las pérdidas cerrando las dos posiciones. Económicamente, no
había sido ninguna catástrofe, pero, emocionalmente, aquel despiste hizo dudar
a Bárbara de su capacidad. No podía cometer errores de principiante, como dejar
posiciones abiertas un fin de semana.
Poco más o menos a los quince días de aquel suceso, Don
Eduardo llamó a su despacho a Bárbara. Allí le expuso que estaba muy
descontento porque había bajado ostensiblemente su rendimiento en el trabajo y
ahora, a diferencia del principio, sus rentabilidades no eran buenas, sino muy
malas. Bárbara aguantó el chaparrón sin decir una palabra porque los datos eran
objetivos, aunque no le pareció del todo justo y salió del despacho muy
decepcionada. Aquel trabajo había sido muy importante para ella en los dos
últimos años. Le había abierto puertas que hasta entonces sólo había imaginado.
Podía ir de compras sin mirar el precio de una prenda y disfrutar de buenos
restaurantes. Había hecho un viaje a Nueva York que antes no habría podido
permitírselo. Y, sobre todo, le había dado la oportunidad de conocer a Salvador
y sus allegados, gente educada y perfectamente uniformada, siempre digna, que
para nada se ajustaban a los prejuicios que ella tenía sobre la “beautiful
people”.
En el trabajo, lo había hecho muy bien durante mucho tiempo y
la suerte también es decisiva en cualquier aspecto de la vida. Una mala racha
no desvirtuaba todo lo que había conseguido. Lo habló con Salvador y tres días
después con Remedios. La terapeuta le explicó que aquello era una buena
noticia, porque la razón de esos malos resultados financieros venían a ser una
prueba más de que el T.O.C. estaba remitiendo. Aquel día hablaron sobre como su
ídolo, Rafael Nadal, aprovechaba sus rituales para medir los tiempos entre bola
y bola, para no pensar en el punto perdido, para no pensar en lo que se jugaba
en los siguientes golpes. De alguna manera, había convertido aquello que era un
problema en su propio beneficio para el tenis. De igual modo, Bárbara era
concienzuda hasta el paroxismo porque siempre estaba en estado de alerta y contemplaba
todos los escenarios posibles. Simplemente, se había relajado. Aquello había
contribuido a que la relación con Salvador mejorase, a que disfrutase del sexo
como nunca lo había hecho, a que tuviese más habilidades sociales y a que no
gastase gran parte de su energía en rituales inútiles. Pero el hecho de mejorar
de su trastorno, también la había convertido en una gestora normal, cuando
antes era excepcional. Ahora podía tener descuidos como el del Dax. Convino con
su terapeuta que se lo explicaría a Don Eduardo, que sin duda lo entendería.
Así lo hizo, un martes trece a las trece horas, que fue cuando su jefe le dijo
que tenía disponible para reunirse con ella. Bárbara pensó que aquello tenía
que significar algo, porque un día y una hora tan señalada no podía pasar
desapercibida ni para el menos supersticioso de los mortales. Como no podía ser
de otra forma, la reunión no pudo ir peor. Aunque Bárbara le explicó todos sus
problemas y la mejoría que había tenido de su trastorno gracias a la terapia,
su jefe le dijo que a él lo que le preocupaban eran su empresa y sus clientes,
que sólo creía en los números. Don Eduardo sentenció que o volvía a ser la que
era al principio o que se vería obligado a despedirla. Bárbara salió de aquel
despacho desolada.
Los siguientes días discutió con Salvador porque no se
ponían de acuerdo sobre lo que a ella le convenía. Salvador hablaba de otros
trabajos y de lo mucho que había mejorado del T.O.C. Bárbara hablaba de lo bien
que la hacía sentir su trabajo y el estatus que había conseguido dentro de la
empresa. Aquella cuestión requería una decisión drástica. Así se lo hizo saber
Remedios. Si abandonaba la terapia en aquel momento, recaería y volvería a ser
la que era un año antes, volverían los rituales y todo lo que conllevaban. Si
seguía con ella, seguiría mejorando y, quizá en un año, tendría el alta.
Tuvo una reunión más con su jefe. Fue un viernes y, después
de muchas disculpas, le dijo de forma clara que ella era quién debía decidir si
la empresa era lo suficientemente importante. Le dijo, textualmente, que dejase
a aquella “comecocos” que la había convertido en una gestora vulgar. Que tenía
planes de futuro para ella, como coordinadora de un grupo de cinco jóvenes
talentos. Que si quería ser una gran ejecutiva en la empresa, debería hacer
sacrificios. Así que le dijo que volviese el lunes a su trabajo dispuesta a ser
la del principio y, sino, que abandonase aquella oficina y no volviese nunca.
El fin de semana estuvo plagado de discusiones con Salvador.
Bárbara lloró de rabia por lo injusta que le parecía cualquier decisión que
tomase. Su trabajo era muy importante, pero también sabía que si no seguía con
la terapia, Salvador sería incapaz de mantener la relación con ella, por mucho
que la quisiese. Salvador le explicó que había planeado abrir un despacho, con
un amigo que era abogado, en el que ella también tenía cabida llevando temas de
inversión y fiscales. La intentó convencer de que el dinero que ganaba no era
imprescindible para la pareja, pues a él no le faltaba. Pero Bárbara pensaba
que ese dinero era el de Salvador, no el suyo propio. Se durmió el domingo,
sobre las cuatro de la madrugada, sin saber lo que haría al día siguiente.
Y el lunes, muy temprano, abandonó su vivienda una hora antes
de lo que solía hacerlo todos los lunes, sin haberle desvelado a Salvador su
decisión. Caminó con paso firme aquella fría mañana en que decidiría lo que
sería el resto de su vida. Cuando llegó a su destino se sacó los zapatos y se
los volvió a poner. Respiró profundamente y miró su reloj, cuya aguja grande
acariciaba el nueve, y se rió de sí misma y de aquellas irracionales
supersticiones que tanto la habían condicionado, a ella, cuyas cualidades
personales rayaban la perfección.
Entonces hizo sonar el timbre.