miércoles, 27 de septiembre de 2017

TOC




          Bárbara Cuadrado aceleró el paso para no llegar tarde a la entrevista de trabajo. Con un poco de suerte, sería capaz de convencer a la persona encargada de evaluarla de que era la candidata idónea. Sabía que se le daría bien realizar las tareas descritas en la oferta de empleo que había leído el día anterior en un periódico local. Llegó con quince minutos de adelanto, tal y como había previsto; tiempo suficiente para poder ejecutar los rituales que le darían la confianza necesaria para que las cosas saliesen bien. Cerró los ojos y contó hasta cien, mentalmente, visualizando los números uno a uno. Se quitó los zapatos y se volvió a calzar. Después, esperó en la puerta hasta que la aguja grande de su reloj alcanzó el número doce, y timbró. Unos minutos más tarde la recibió un señor con unas gafas muy gruesas y la voz grave. A pesar de su apariencia de persona estricta, a Bárbara Cuadrado le salió tan bien la entrevista que no le resultó complicado convencerlo para que le diese el trabajo.
          Pasaron los meses y Bárbara Cuadrado cada vez estaba mejor considerada por Don Eduardo, su jefe, que a pesar de sus enormes gafas, no había logrado pillarla en un solo renuncio. Le confesó que nunca había trabajado nadie para él que fuese tan meticuloso y hubiese conseguido, en tan poco tiempo, tan buenas rentabilidades. También le hizo saber que al principio tenía sus reservas por el hecho de que Bárbara Cuadrado no tuviese un título oficial para el desempeño de sus funciones, pero, sin duda, conocimientos y facultades le sobraban. Le prometió que si todo seguía igual, en un par de meses le subiría el salario, que ya no era bajo, porque la suma que percibía por retribuciones variables era mucho más alta de lo que en principio cabía esperar.
          La empresa de Don Eduardo era una gestora de capitales que se encargaba de arañar euros a los mercados para sus clientes. La rentabilidad de Capital Plus, que así se llamaba la empresa, dependía, en gran medida, de la que los gestores de cuentas lograsen obtener para quienes habían depositado su confianza y dinero en ella. Como Don Eduardo decía, la Bolsa y los demás mercados financieros son un lugar donde los impacientes y poco preparados transfieren su dinero a los que tenemos paciencia y capacitación. Bárbara Cuadrado había estado operando en el mercado de futuros sobre tres o cuatro índices, el crudo y el oro. Había logrado unas rentabilidades excepcionales. Este hecho había subido su autoestima y le había hecho sentir que, por fin, había encontrado el trabajo que se adaptaba a ella como la horma de un zapato.
          Definitivamente, estaba en racha, porque unos días después conoció a Salvador, un chico de su misma edad, moreno, con el pelo ligeramente rizado y los ojos de color miel. A Bárbara Cuadrado le parecía que ese chico no estaba a su alcance desde la primera vez que lo vio en la oficina, porque era mucho más atractivo que ella. Además, Salvador tenía una vida, debido al nivel económico de su familia, que no era acorde con el que Bárbara Cuadrado había llevado hasta que había encontrado ese trabajo. Muchos de los miembros de la familia de Salvador eran clientes de Capital Plus desde la constitución de ésta. El abuelo había sido un prestigioso cirujano que había hecho una pequeña fortuna. Y su padre se había encargado de multiplicar el patrimonio que la medicina les había proporcionado, siempre dentro de un estricto código ético. Ahora, el cometido de Salvador era no corroborar ese dicho generalizado de que la tercera generación dilapida la fortuna ganada con esfuerzo e inteligencia por las dos generaciones anteriores. Bárbara Cuadrado fue asignada como gestora de cuentas de una parte del capital de  Salvador y, después de reuniones y reuniones para tomar decisiones, llegó el día en que ella misma debería dar un sí o un no a una invitación para cenar. Salvador estaba coladito por ella. Veía en Bárbara Cuadrado cualidades que admiraba. Entre ellas, el hecho de hacerse a sí misma y vivir de sus propios recursos. Algo que su abuelo también había hecho. Él, de alguna manera, se sentía culpable porque no había empezado desde la casilla de salida, sino con una gran ventaja. Así fue como se convirtieron en novios formales. Todo iba bien, demasiado bien. Hasta el punto de que se empezaban a escuchar entre los familiares de Salvador los típicos comentarios, medio en broma, medio en serio, de si tenían que ir ahorrando para el regalo de boda.
          Un día de junio, mientras veían un partido de tenis en el que Nadal acabaría venciendo a Roger Federer, Bárbara Cuadrado le confesó a Salvador, con cierta vergüenza, todas sus manías, como ella las llamaba. Le contó que todas las noches miraba siete veces debajo de la cama antes de acostarse, que nunca ponía el volumen de la tele en un número impar, que se lavaba las manos más de cincuenta veces todos los días, que tenía que rezar un “padre nuestro” cada vez veía una persona pelirroja…. Salvador se reía de todos esos rituales que encontraba totalmente ridículos y divertidos, hasta que llegó un momento en que Bárbara Cuadrado se tornó muy seria e indignada. Se puso a la defensiva y le recriminó que ella había tenido que salir adelante desde cero, algo que él no podía entender porque había nacido entre algodones. Invocó la imaginación de Woody Allen, la genialidad del mismísimo Ludwig Van Beethoven y, sobre todo, la figura de Rafael Nadal, todos reconocidos personajes con manías similares. Después de una hora de acalorada discusión, Bárbara Cuadrado acabó admitiendo que todos esos rituales consumían, a diario, gran parte de su energía. Y Salvador le dijo que no le importaba, que la quería tal y como era, aunque todo aquello le pareciese razón suficiente para visitar a un psicólogo si realmente se convertía en algo preocupante. Ella accedió si él la acompañaba.
          Unos días después, se perdieron una película en el cine porque la aguja grande del reloj ya había pasado del doce. Después, tuvieron una discusión porque Salvador había dejado el volumen de la televisión en el número diecisiete. Otro día, habían quedado para cenar con unos amigos de Salvador, y, Bárbara Cuadrado rezó y rezó durante la comida porque el camarero que les atendía era pelirrojo. En definitiva, que Bárbara Cuadrado tuvo que reconocer que no podía seguir llevando su vida de aquel modo. No sin antes apuntillar que había convivido con todo aquello, sola, durante más de veinte años. Necesitaba la ayuda de un psicólogo y, quizá, de un psiquiatra, y acudiría a quién hiciese falta porque su amor por Salvador valía eso y mucho más.
          El día dos de Mayo, Bárbara Cuadrado había quedado en la consulta de una terapeuta. Había conseguido la cita ese día, alegando que al día siguiente le era imposible, aunque en realidad creía firmemente que la terapia sería más efectiva si empezaba un día par. Había comprobado por Internet que Remedios, que así se llamaba la psicóloga, era rubia. Si hubiese sido morena, tampoco habría pasado nada. Todo discurrió bien. Bárbara Cuadrado se sintió más cómoda de lo que había imaginado con antelación. Y, después de varias sesiones, sabía por fin el motivo por el que se había pasado su vida ejecutando esos rituales, cuyo diagnóstico era un Trastorno Obsesivo Compulsivo (T.O.C.). Bárbara Cuadrado había desarrollado estos mecanismos para tener la ilusión de que la vida podía ser controlada, para mantener a salvo a todos y todo lo que ella más quería. De alguna manera, había interiorizado que, mientras cumpliese con esas absurdas normas, estaba a salvo de cualquier jugarreta de la vida. Le asombró y alivió el hecho de saber que era mucho más frecuente de lo que imaginaba. Que la bulimia, la anorexia, las fobias o cualquier otra forma de control obsesivo sobre algo, venían a ser el mismo problema de fondo que se manifestaba de otro modo. De alguna manera, este conocimiento contribuyó a que se sintiese menos rara de lo que hasta ese momento se había sentido.
          La terapia, tras una veintena de sesiones, empezó a dar sus frutos. Bárbara empezó a asumir ciertos riesgos y, comprobó para su sorpresa, que nada malo había ocurrido después de tener la televisión con el volumen en el número quince mientras veían Memorias de África. Eso estaba pensando mientras Redford lavaba el pelo de Meryl Streep y, más tarde, cuando ésta tendió su mano en el avión, para que Robert la cogiese. Fue un gran momento.
          En Capital Plus tenía su propio despacho y una secretaria. Su sueldo era el triple de lo que cobraba cuando había comenzado. Su relación con Salvador no podía ir mejor. Todo era poco menos que perfecto. Por primera vez había conseguido tener relaciones sexuales plenamente satisfactorias. Nunca, hasta ese instante, había entendido la importancia que algunas personas daban al sexo, porque nunca había sido capaz de relajarse y disfrutarlo como lo hacía ahora.
          Sin embargo, un viernes salió de su despacho precipitadamente para encontrarse con Salvador. Iban a ver la segunda parte de la película Wall Street, por la que Michael Douglas, en su papel de Gordon Gekko, había ganado un Oscar en el año 1.987.  A mitad de la película, en un diálogo sobre el origen de la crisis económica, cayó en la cuenta de que había dejado sin cerrar dos posiciones en corto sobre el Dax. Entonces, sufrió un ataque de ansiedad que los obligó a abandonar la sala de cine. Le explicó a Salvador que tenía esas dos posiciones abiertas y que el Mercado ya había cerrado. Y, ni siquiera tenía la seguridad de que hubiese colocado un stop loss que, en cualquier caso, tampoco hubiese servido de mucho si el Gap del lunes iba en su contra. Salvador intentó tranquilizarla, intentó razonar con ella aduciendo que no podía ser tan grave como a ella le parecía. Pero Bárbara le decía que él no entendía lo extremadamente grave que podía llegar a ser en caso de que el Dax abriese el lunes con una gran subida. Le explicó que había operado por diferencias con apalancamiento, y que el problema de este sistema era que multiplicaba por cien el porcentaje de pérdida, de tal modo que si el índice subía un modesto 0,40, para ella representaría una pérdida del 40 por ciento de la inversión. No quería ni imaginarse que subiese el 1 por ciento, porque eso significaría perder la totalidad de la cantidad invertida. Incluso, podría, en teoría, perder más dinero de lo que había invertido. Aquel hecho arruinó el fin de semana. Bárbara no era capaz de entender como algo así podía haberle ocurrido a ella. Quizá, haber tenido el volumen de la tele en números impares había ocasionado aquella catástrofe. El lunes, Bárbara estaba pegada a la pantalla de su ordenador esperando a la apertura. Finalmente, el Dax abrió subiendo apenas un 0,03 por ciento, lo que suponía unas pérdidas del 3 por ciento de la inversión, que venían siendo algo más de 2.000 euros en el caso de un cliente y unos 3.400 euros en el otro caso. Decidió asumir las pérdidas cerrando las dos posiciones. Económicamente, no había sido ninguna catástrofe, pero, emocionalmente, aquel despiste hizo dudar a Bárbara de su capacidad. No podía cometer errores de principiante, como dejar posiciones abiertas un fin de semana.
          Poco más o menos a los quince días de aquel suceso, Don Eduardo llamó a su despacho a Bárbara. Allí le expuso que estaba muy descontento porque había bajado ostensiblemente su rendimiento en el trabajo y ahora, a diferencia del principio, sus rentabilidades no eran buenas, sino muy malas. Bárbara aguantó el chaparrón sin decir una palabra porque los datos eran objetivos, aunque no le pareció del todo justo y salió del despacho muy decepcionada. Aquel trabajo había sido muy importante para ella en los dos últimos años. Le había abierto puertas que hasta entonces sólo había imaginado. Podía ir de compras sin mirar el precio de una prenda y disfrutar de buenos restaurantes. Había hecho un viaje a Nueva York que antes no habría podido permitírselo. Y, sobre todo, le había dado la oportunidad de conocer a Salvador y sus allegados, gente educada y perfectamente uniformada, siempre digna, que para nada se ajustaban a los prejuicios que ella tenía sobre la “beautiful people”.
          En el trabajo, lo había hecho muy bien durante mucho tiempo y la suerte también es decisiva en cualquier aspecto de la vida. Una mala racha no desvirtuaba todo lo que había conseguido. Lo habló con Salvador y tres días después con Remedios. La terapeuta le explicó que aquello era una buena noticia, porque la razón de esos malos resultados financieros venían a ser una prueba más de que el T.O.C. estaba remitiendo. Aquel día hablaron sobre como su ídolo, Rafael Nadal, aprovechaba sus rituales para medir los tiempos entre bola y bola, para no pensar en el punto perdido, para no pensar en lo que se jugaba en los siguientes golpes. De alguna manera, había convertido aquello que era un problema en su propio beneficio para el tenis. De igual modo, Bárbara era concienzuda hasta el paroxismo porque siempre estaba en estado de alerta y contemplaba todos los escenarios posibles. Simplemente, se había relajado. Aquello había contribuido a que la relación con Salvador mejorase, a que disfrutase del sexo como nunca lo había hecho, a que tuviese más habilidades sociales y a que no gastase gran parte de su energía en rituales inútiles. Pero el hecho de mejorar de su trastorno, también la había convertido en una gestora normal, cuando antes era excepcional. Ahora podía tener descuidos como el del Dax. Convino con su terapeuta que se lo explicaría a Don Eduardo, que sin duda lo entendería. Así lo hizo, un martes trece a las trece horas, que fue cuando su jefe le dijo que tenía disponible para reunirse con ella. Bárbara pensó que aquello tenía que significar algo, porque un día y una hora tan señalada no podía pasar desapercibida ni para el menos supersticioso de los mortales. Como no podía ser de otra forma, la reunión no pudo ir peor. Aunque Bárbara le explicó todos sus problemas y la mejoría que había tenido de su trastorno gracias a la terapia, su jefe le dijo que a él lo que le preocupaban eran su empresa y sus clientes, que sólo creía en los números. Don Eduardo sentenció que o volvía a ser la que era al principio o que se vería obligado a despedirla. Bárbara salió de aquel despacho desolada.
           Los siguientes días discutió con Salvador porque no se ponían de acuerdo sobre lo que a ella le convenía. Salvador hablaba de otros trabajos y de lo mucho que había mejorado del T.O.C. Bárbara hablaba de lo bien que la hacía sentir su trabajo y el estatus que había conseguido dentro de la empresa. Aquella cuestión requería una decisión drástica. Así se lo hizo saber Remedios. Si abandonaba la terapia en aquel momento, recaería y volvería a ser la que era un año antes, volverían los rituales y todo lo que conllevaban. Si seguía con ella, seguiría mejorando y, quizá en un año, tendría el alta.
          Tuvo una reunión más con su jefe. Fue un viernes y, después de muchas disculpas, le dijo de forma clara que ella era quién debía decidir si la empresa era lo suficientemente importante. Le dijo, textualmente, que dejase a aquella “comecocos” que la había convertido en una gestora vulgar. Que tenía planes de futuro para ella, como coordinadora de un grupo de cinco jóvenes talentos. Que si quería ser una gran ejecutiva en la empresa, debería hacer sacrificios. Así que le dijo que volviese el lunes a su trabajo dispuesta a ser la del principio y, sino, que abandonase aquella oficina y no volviese nunca.
          El fin de semana estuvo plagado de discusiones con Salvador. Bárbara lloró de rabia por lo injusta que le parecía cualquier decisión que tomase. Su trabajo era muy importante, pero también sabía que si no seguía con la terapia, Salvador sería incapaz de mantener la relación con ella, por mucho que la quisiese. Salvador le explicó que había planeado abrir un despacho, con un amigo que era abogado, en el que ella también tenía cabida llevando temas de inversión y fiscales. La intentó convencer de que el dinero que ganaba no era imprescindible para la pareja, pues a él no le faltaba. Pero Bárbara pensaba que ese dinero era el de Salvador, no el suyo propio. Se durmió el domingo, sobre las cuatro de la madrugada, sin saber lo que haría al día siguiente.
          Y el lunes, muy temprano, abandonó su vivienda una hora antes de lo que solía hacerlo todos los lunes, sin haberle desvelado a Salvador su decisión. Caminó con paso firme aquella fría mañana en que decidiría lo que sería el resto de su vida. Cuando llegó a su destino se sacó los zapatos y se los volvió a poner. Respiró profundamente y miró su reloj, cuya aguja grande acariciaba el nueve, y se rió de sí misma y de aquellas irracionales supersticiones que tanto la habían condicionado, a ella, cuyas cualidades personales rayaban la perfección.
          Entonces hizo sonar el timbre.

sábado, 2 de septiembre de 2017

Volveré a ver las estrellas



          Nunca volverá a ser una niña, aunque confío en que esa niña, mi niña, nunca deje de serlo. Espero que siempre sepa que, aunque nunca fui realmente el héroe que veía en mí, siempre intenté serlo para ella.
          Solíamos tumbarnos alguna noche sobre una colchoneta, abrazados, arropados por una manta de cuadros verdes. Lo hacíamos en el mes de Agosto, cuando las estrellas se fugaban como si quisieran salirse del Universo. Ella era mi mejor razón en esa época, porque apenas tenía diez años y yo sentía que se me escapaba. Aquella edad era fugaz, no más que cualquier otra edad, aunque la percepción de su condición de efímera sea mayor en estos años, probablemente, porque va asociada a cambios físicos evidentes. De algún modo, tenía el temor de no reconocer en su cara, en el futuro, la inocencia que me había cautivado. En aquella época no pedíamos deseos porque no los necesitábamos.
          Una noche intenté explicarle que alguna de las estrellas que estábamos viendo en aquel preciso y precioso segundo, realmente ya no existía. Que esa era la imagen que había emitido en un momento determinado, pero que la lejanía era tan grande, que había dejado de existir durante el trayecto desde que la imagen fue emitida hasta que había llegado hasta nuestros ojos. Creo que ella también lo entendió; aquella explicación no hacía más que corroborar que ese instante con mi hija también era efímero, también dejaría de existir, aunque podríamos recordarlo mientras viviésemos.
          Fueron pasando los años y mi hija Berta fue más y más independiente. Ya no me necesitaba para casi nada. No me necesitaba, como me había necesitado cuando era muy niña, para alcanzar el último peldaño de la escalera y vencer el miedo a caerse. Había repetido esta acción una y otra vez. Al principio, agarrada a mí con las dos manos, después con una, luego conmigo abajo por si algo fallaba y, al final, totalmente sola.  Era prudente pero tenaz, conservadora pero ambiciosa, dependiente pero con anhelos de libertad y, todo eso, me gustaba. Ahora pasaba la mayor parte de su tiempo con amigas y amigos y rara vez podía disfrutar de su compañía. Por esa razón, y, aprovechando que había venido a pasar aquellos días de agosto conmigo, después de haber pasado el mes de julio con su madre, le propuse que viésemos juntos las estrellas. Temí  que aquella vez fuese la última, pero lo más probable es que fuesen inseguridades propias que no quería transmitirle a ella.
          De hecho, no pudo ser entonces, en el año dos mil diecisiete, porque las nubes lo impidieron. Pero en aquel instante tuve la certeza de que todavía podríamos disfrutar de muchos momentos así. Algún día yo desaparecería, pero las estrellas permanecerían durante toda la vida de Berta y podría recurrir a ellas si me necesitaba. Pensé que este tipo de cosas, esos momentos, son los que una hija recuerda de su padre cuando, muchos años después, ya es madre y abuela. Cosas, aparentemente sin importancia, que por alguna razón, quedan grabadas a fuego en nuestra mente de niño y son las que nos guían en nuestra vida de adulto. 
          Recordé entonces aquella noche remota en que mi padre y yo cantamos una típica canción gallega en aquel mismo lugar, bajo aquel mismo cielo. De alguna manera, todavía estaba conmigo y ese hecho hacía posible que también estuviese con Berta, la nieta a la que no llegó a conocer.

domingo, 23 de julio de 2017

Proverbios y Cantares (de Campos de Castilla)



I
Nunca perseguí la Gloria
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de Sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse.

III
A quién nos justifica nuestra desconfianza
llamamos enemigo, ladrón de la una esperanza.
Jamás perdona el necio si ve la nuez vacía
que dio a cascar al diente de la Sabiduría.

IV
Nuestras horas son minutos
cuando esperamos saber,
y siglos cuando sabemos
lo que se puede aprender.

VIII
En preguntar lo que sabes
el tiempo no has de perder...
Y a preguntas sin respuesta
¿quién te prodrá responder?

X
La envidia de la virtud
hizó a Caín criminal.
¡Gloria a Caín! Hoy el vicio
es lo que se envidia más.

XII
¡Ojos que a la luz se abrieron
un día para, después,
ciegos tornar a la tierra,
hartos de mirar sin ver!

XIII
Es el mejor de los buenos
quien sabe que en esta vida
todo es cuestión de medida:
un poco más, algo menos...

XXI
Ayer soñé que veía
a Dios y que a Dios hablaba;
y soñé que Dios me oía...
Después soñé que soñaba.

XXIII
No extrañéis, dulces amigos,
que esté mi frente arrugada;
yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.

XXVII
¿Dónde está la utilidad
de nuestras utilidades?
Volvamos a la verdad:
vanidad de vanidades.

XXXVII
¿Dices que nada se crea?
No te importe, con el barro
de la tierra, haz una copa
para que beba tu hermano.

XXXVIII
¿Dices que nada se crea?
Alfarero, a tus cacharros.
Haz tu copa y no te importe
si no puedes hacer barro.

XLI
Bueno es saber que los vasos
nos sirven para beber,
lo malo es que no sabemos
para qué sirve la sed.

XLIII
Dices que nada se pierde,
y acaso dices verdad;
pero todo lo perdemos
y todo nos perderá

XLIV
Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.

XLV
Morir... ¿Caer como gota
de mar en el mar inmenso?
¿O ser lo que nunca ha sido:
uno, sin sombre y sin sueño,
un solitario que avanza
sin camino y sin espejo?

XLVI
Anoche soñé que oía
a Dios, gritándome: ¡Alerta!
Luego era Dios quién dormía,
y yo gritaba: ¡Despierta!

LIII
Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al Mundo, te guarde Dios.
Una de la dos Españas
ha de helarte el corazón.



Antonio Machado Ruíz

sábado, 22 de julio de 2017

Adiós



Cualquier cosa valiera por mi vida
esta tarde. Cualquier cosa pequeña
si alguna hay. Martirio me es el ruido
sereno, sin escrúpulos, sin vuelta
de tu zapato bajo. ¿Qué victorias
busca el que ama? ¿Por qué son tan derechas
estas calles? Ni miro atrás ni puedo
perderte ya de vista. Esta es la tierra
del escarmiento: hasta los amigos
dan mala información. Mi boca besa
lo que muere, y lo acepta. Y la piel misma
del labio es la del viento. Adiós. Es útil
norma este suceso, dicen. Queda
tú con las cosas nuestras, tú, que puedes,

que yo me iré donde la noche quiera.


Claudio Rodríguez

viernes, 7 de julio de 2017

Autobiografía




Como el náufrago metódico que contase las olas
que faltan para morir,
y las contase, y las volviese a contar, para evitar
errores, hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño
y le besa y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de .
caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.


Luis Rosales

miércoles, 21 de junio de 2017

Elegía a Ramón Sijé



Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órgano mi dolor sin instrumento
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado,

no hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo, 
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero mirar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.


Miguel Hernández