Un viernes, después de una
agotadora jornada de trabajo, con autopsia incluida a una joven de diecinueve
años que además había sido violada, lo decidió. Lloró por la joven, pero también
por ella misma. Y pidió el traslado para despedirse de Gerardo y del resto de
los hombres para siempre. No porque Gerardo fuese hombre, ni porque a aquella
joven le hubiese hecho aquello un hombre. Lo hizo porque estar al lado de
Gerardo y quedarse tan vacía cuando se despedía de ella hasta el lunes, se le
hacía insoportable y la estaba matando. Se sentía un poco menos viva cada día
y, sólo cuando se encontraban a hurtadillas en un motel de carretera o en el
piso que tenía arrendado en el número 27 de la calle Montero Ríos, se sentía viva.
Disfrutaba de su sabor, de su olor, de su forma de moverse, de sentirle dentro
mientras le abrazaba con fuerza. Pero sus palabras huecas y carentes de
credibilidad, cuando ya la excitación se había esfumado, hacían que se hundiese.
Y cada día caía hasta un lugar un poco más profundo. Y temió meterse en un hoyo
del que no fuese capaz de salir nunca. Ese viernes, sólo había sido un viernes como
tantos otros, con la peculiaridad de que fue el último viernes en que vio a
Gerardo porque ni siquiera tuvo el valor de despedirse de él.
Aterrizó en Valencia, su nuevo
destino, un lunes, para volver a Madrid
una semana después, cuando ya había encontrado acomodo. Había firmado un
contrato de arrendamiento de tres años por un piso precioso, ubicado en el que iba a ser
su pueblo, Castell Ariño, un pueblo pequeño con mucho encanto cerca de Valencia dónde los precios de los alquileres eran mucho más asequibles. Era el piso más alto de un edificio de cuatro
alturas, con vistas al Mediterráneo y mucha luz, esa luz que tan bien captó
Sorolla en sus cuadros. Necesitaba el Sol y lo había buscado de un modo
inconsciente. Volver a Madrid le resultó complicado, aunque sólo fuese para
organizar la mudanza y no tuviese ninguna intención de volver a verle. No
quería ni mencionar su nombre. Y, aunque sabía que Gerardo había hecho todo
tipo de gestiones para averiguar su destino y encontrar una forma de convencerla
para cambiarlo, no quería enfrentarse a aquellos ojos en los que había creído.
Se sentía demasiado vulnerable como para arriesgarse a perderlo todo. Así que
prefirió protegerse, perdiéndole para siempre, antes que perderse ella, también
para siempre. En ese preciso instante, cayó en la cuenta de que hacía demasiado
tiempo que no anteponía una necesidad propia a las necesidades de Gerardo y se
sintió bien por haber cambiado esa rutina. Se autoimpuso no pensar en él más de
lo estrictamente necesario y, jamás, volver a contemplar la posibilidad de que
existía un futuro en que estaban juntos. Para Claudia, Gerardo había muerto y
lo enterró en su mente después de hacerle la autopsia, por deformación
profesional. Había fallecido por sobredosis de egoísmo mezclado con hipocresía.
Claudia era una mujer práctica, constante, trabajadora y sociable. Así que llevó lo acontecido del mejor modo que se puede llevar un cambio tan brusco y doloroso como el que había vivido. Hizo amistades en Levante y tuvo muchos pretendientes para reemplazar a Gerardo. Físicamente, era muy atractiva. Medía algo más de uno setenta y podría, perfectamente, pasar por modelo por su estatura, su largo pelo rubio y sus ojos claros, todo ello acompañado de un dulce tono de voz. No le costó ganarse la popularidad en Valencia, en el Hospital donde trabajaba como forense y, por supuesto, en Castell Ariño.
Pasaron cinco años como un suspiro desde que había abandonado la capital de España y
parecían haber quedado muy lejos los tiempos en que sentía aquel vacío
existencial. Madrid provocaba en Claudia un sentimiento que hacía que se sintiese
pequeña y su relación con Gerardo, había acentuado aquella sensación. Ahora
notaba la cercanía de sus convecinos, amigos, compañeros de trabajo y su vida
era plena. Se sentía arropada por la gente que formaba parte de ella. Estaba
entregada a su trabajo, en el que siempre había destacado y, un homicidio reciente
muy mediático, del que ella había sido una pieza clave para su resolución, la
había catapultado a la fama. Aquello la incomodaba, no iba con ella enfrentarse
a los focos ni a los periodistas y pensar que la estarían viendo por la
televisión millones de personas, incluido Gerardo. La reputación era una cosa y
la notoriedad otra bien distinta. No tenía grandes aspiraciones en su trabajo,
más que hacerlo de forma diligente y contribuir a arrojar luz en los casos en que no había la
certeza de lo que realmente había ocurrido. Incluso se dedicó a la docencia de
forma desinteresada por el simple hecho de la transmisión de conocimiento,
porque el dinero y la fama no eran un objetivo, sólo eran la consecuencia del
desarrollo escrupuloso y responsable de su profesión.
Una mañana de invierno, un cuerpo
sin vida esperaba a Claudia en la sala de autopsias del Hospital. La habían
informado de que un conductor había atropellado a tres peatones en la acera de
una céntrica calle de Valencia. Se barajaba la idea de que hubiese sufrido un
desvanecimiento, un ictus, una arritmia ventricular con muerte súbita o algún
tipo de circunstancia similar que no le dejase capacidad de reacción para
detener el coche. De lo que nadie había advertido a Claudia era de que aquel cuerpo
había sido, años atrás, la carcasa que envolvía el alma de aquel a quién más
había querido. Se quedó petrificada cuando retiró la sábana que cubría el cadáver y vio la cara de Gerardo. Estaba envejecido, ya había adquirido el tono
amarillento y sin brillo característico de los fallecidos. Poco quedaba de aquella imagen que ella guardaba, quizá idealizada, en un rincón de su memoria.
Nunca lo había olvidado, sólo lo había declarado muerto, pero ahora tendría que
hacerlo oficial. Iba a ser duro.
Todos, en Valencia, se habían
puesto muy testarudos con Claudia para que buscase a su media naranja. Se
quedaba atónita de que nadie entendiese, como ella entendía, aquello de la idea
de la media naranja. Precisamente en Valencia, donde se supone que de naranjas
entienden más que nadie. Ella concebía, como John Lennon, la idea de que la
media naranja no existe, de que ya nacemos enteros y que nadie merece cargar
con la responsabilidad de completar lo que nos falta buscando a la persona que,
supuestamente, es nuestra otra mitad. Claudia pensaba de una forma distinta a
la mayoría de la gente a la que conocía y estimaba y, aunque respetaba el
pensamiento de los otros, se sentía incomprendida y frustrada con este tema. No
sentía necesidad alguna de encontrar a alguien que completase su vida y menos
de agarrarse a un clavo ardiendo, como había hecho alguna de sus amigas.
Argumentaban su decisión con la imposibilidad de soportar el peso de la soledad, la inevitable vejez, la
necesidad de ser madre y afirmaciones que Claudia no alcanzaba a comprender. No
estaba cerrada a dejar entrar un hombre en su vida, pero no a cualquier precio.
Y, por supuesto, no lo buscaba, simplemente lo aceptaría si se daba la
circunstancia.
Y ahora estaba escudriñando en
las entrañas de Gerardo, en los rincones de su ser a los que nunca había accedido cuando
estaba vivo. Hurgaba en su cerebro, pero sobre todo en su corazón. Uno de los
dos órganos había fallado y parecía la causa del fatal desenlace. Claudia buscó cualquier resquicio de su propia
presencia en aquel corazón que a ella, sin duda, le había fallado. Pero no halló nada.
Quizá la ciencia todavía no había evolucionado lo suficiente como ver detalles
tan sutiles, quizá nunca había habido nada de ella allí.
Murió porque su corazón era tan solo un músculo lleno de nada, concluyó.