martes, 14 de julio de 2015

Julia



          Aquella noche de San Juan, un bello rostro brilló entre muchos otros rostros. Atrapó mi mirada como sólo habían sabido hacerlo, hasta entonces, el fuego, el cielo y el mar. Literalmente, no pude dejar de observarla durante más de dos horas, pero bastó un descuido, entre tanta gente, para que la perdiese de vista para siempre. La busqué toda la noche sin descanso pero no tuve éxito. Sólo pude conseguir un dato sobre ella, su nombre. Un nombre que me acompañaría el resto de mis días: Julia.
Al año siguiente y durante todos los años de mi vida, acudí a mi cita de finales de Junio en la noche de San Juan, esperando reencontrarme con Julia. Cada año, cuando finalizaba el mes de mayo, Junio anunciaba a Julia y mi corazón se ilusionaba. El calor que desprendían todos los fuegos de todas las hogueras esa noche, no bastaban para que dejase de sentir el frío que me provocaba no encontrarla. En ocasiones, me divertí, no puedo negarlo, pero no me sentía pleno. Fue cayendo un año tras otro, como las hojas en otoño. La mayoría de mis amigos se casaron y tuvieron hijos. Mientras, yo me encontraba paralizado, sin saber el rumbo que debía tomar. Ignoro los motivos por los que decidí que mi vida la llevase la marea, sólo puedo intuirlos. Todos los años salté la hoguera pidiendo el mismo deseo para el año venidero, pero aquel deseo, nunca se cumplía. Llegó un momento en que mi sobrino Antón me acompañaba, quizá por miedo a que me ocurriese algo, pues me fui haciendo cada vez más mayor. Aunque nunca le expliqué que buscaba, ni tampoco me lo preguntó, intuía que aquella noche era esencial para mí.
Recuerdo un otoño, siendo ya un hombre de cierta edad, pues me niego a llamarme a mí mismo viejo, en que leí un libro de Umberto Eco titulado El nombre de la rosa. ¡Me sentí tan identificado con Adso de Melk! ¿Cómo puede ser tan importante en la vida de alguien una persona con la que no has cruzado una sola palabra? Yo conocía la respuesta; puede serlo, claro que puede serlo.
El otoño se ha instalado en mi vida, pero no me quejo. Hace cinco años que estoy ingresado en una residencia de ancianos. Mi vida es monótona y, por supuesto, ya no salto hogueras. Antón es el único familiar que tengo y suele visitarme, al menos, un sábado cada mes. La mayor parte del día la paso alimentándome de aquel recuerdo de juventud, sentado en un banco. Cuando cierro mis ojos retorna aquel rostro; aquel que vi hace tanto tiempo y cuya precisión de rasgos hoy no existe, pues mi memoria envejecida lo ha ido desdibujando.
Hace cinco días algo extraordinario ocurrió aquí.  Ingresó una mujer de una edad similar a la mía y creí reconocer en ella ciertos rasgos familiares. Temía preguntar su nombre y que fuese cualquiera distinto de Julia. Así que no lo hice.
Estoy esperando a Antón en los jardines para pedirle que haga algo por mí. Al fin me he decidido, quiero que pregunte su nombre a la mujer desconocida. No sé si dispongo de muchos días. Últimamente, tengo el presentimiento de que estoy a punto de dejar este mundo y no quiero que esto ocurra sin conocer la respuesta. Antón no llega y ella está sentada a mi lado. La oportunidad de entablar una conversación puede ser la última que se me presente. Quizás, cuando él llegue, ella se habrá ido. Debería de hacerlo yo mismo, aunque me resulta muy difícil.
-Disculpe, ¿nos conocemos? –esbocé con voz temblorosa en un arranque de valentía.
Aquella era una pregunta más propia de un adolescente que de un hombre de mi edad. Pero sirvió para presentarme y que ella me desvelase su nombre. Cuando llegó Antón, me encontró radiante, recitando para aquella mujer unos versos, muy conocidos para mí, de José Agustín Goytisolo.
“Tú no puedes volver atrás  // porque la vida ya te empuja // como un aullido interminable. // ... entonces siempre acuérdate // de lo que un día yo escribí // pensando en ti como ahora pienso …”
Los tres nos miramos, por un momento, y Antón esbozó una sonrisa de complicidad. Sabía que yo era feliz en ese instante y eso, era más que suficiente.