Aquella noche de San
Juan, un bello rostro brilló entre muchos otros rostros. Atrapó mi mirada como
sólo habían sabido hacerlo, hasta entonces, el fuego, el cielo y el mar.
Literalmente, no pude dejar de observarla durante más de dos horas, pero bastó
un descuido, entre tanta gente, para que la perdiese de vista para siempre. La
busqué toda la noche sin descanso pero no tuve éxito. Sólo pude conseguir un
dato sobre ella, su nombre. Un nombre que me acompañaría el resto de mis días:
Julia.
Al año siguiente y durante
todos los años de mi vida, acudí a mi cita de finales de Junio en la noche de San
Juan, esperando reencontrarme con Julia. Cada año, cuando finalizaba el mes de
mayo, Junio anunciaba a Julia y mi corazón se ilusionaba. El calor que
desprendían todos los fuegos de todas las hogueras esa noche, no bastaban para
que dejase de sentir el frío que me provocaba no encontrarla. En ocasiones, me
divertí, no puedo negarlo, pero no me sentía pleno. Fue cayendo un año tras
otro, como las hojas en otoño. La mayoría de mis amigos se casaron y tuvieron
hijos. Mientras, yo me encontraba paralizado, sin saber el rumbo que debía
tomar. Ignoro los motivos por los que decidí que mi vida la llevase la marea,
sólo puedo intuirlos. Todos los años salté la hoguera pidiendo el mismo deseo
para el año venidero, pero aquel deseo, nunca se cumplía. Llegó un momento en
que mi sobrino Antón me acompañaba, quizá por miedo a que me ocurriese algo,
pues me fui haciendo cada vez más mayor. Aunque nunca le expliqué que buscaba,
ni tampoco me lo preguntó, intuía que aquella noche era esencial para mí.
Recuerdo un otoño,
siendo ya un hombre de cierta edad, pues me niego a llamarme a mí mismo viejo, en
que leí un libro de Umberto Eco titulado El
nombre de la rosa. ¡Me sentí tan identificado con Adso de Melk! ¿Cómo puede
ser tan importante en la vida de alguien una persona con la que no has cruzado
una sola palabra? Yo conocía la respuesta; puede serlo, claro que puede serlo.
El otoño se ha
instalado en mi vida, pero no me quejo. Hace cinco años que estoy ingresado en
una residencia de ancianos. Mi vida es monótona y, por supuesto, ya no salto
hogueras. Antón es el único familiar que tengo y suele visitarme, al menos, un
sábado cada mes. La mayor parte del día la paso alimentándome de aquel recuerdo
de juventud, sentado en un banco. Cuando cierro mis ojos retorna aquel rostro;
aquel que vi hace tanto tiempo y cuya precisión de rasgos hoy no existe, pues
mi memoria envejecida lo ha ido desdibujando.
Hace cinco días algo
extraordinario ocurrió aquí. Ingresó una
mujer de una edad similar a la mía y creí reconocer en ella ciertos rasgos
familiares. Temía preguntar su nombre y que fuese cualquiera distinto de Julia.
Así que no lo hice.
Estoy esperando a Antón
en los jardines para pedirle que haga algo por mí. Al fin me he decidido, quiero
que pregunte su nombre a la mujer desconocida. No sé si dispongo de muchos
días. Últimamente, tengo el presentimiento de que estoy a punto de dejar este
mundo y no quiero que esto ocurra sin conocer la respuesta. Antón no llega y
ella está sentada a mi lado. La oportunidad de entablar una conversación puede
ser la última que se me presente. Quizás, cuando él llegue, ella se habrá ido.
Debería de hacerlo yo mismo, aunque me resulta muy difícil.
-Disculpe, ¿nos
conocemos? –esbocé con voz temblorosa en un arranque de valentía.
Aquella era una pregunta
más propia de un adolescente que de un hombre de mi edad. Pero sirvió para
presentarme y que ella me desvelase su nombre. Cuando llegó Antón, me encontró
radiante, recitando para aquella mujer unos versos, muy conocidos para mí, de José
Agustín Goytisolo.
“Tú
no puedes volver atrás // porque la vida
ya te empuja // como un aullido interminable. // ... entonces siempre acuérdate
// de lo que un día yo escribí // pensando en ti como ahora pienso …”
Los tres nos miramos,
por un momento, y Antón esbozó una sonrisa de complicidad. Sabía que yo era
feliz en ese instante y eso, era más que suficiente.