miércoles, 19 de agosto de 2015

La chica de las escaleras



     Pedro bajó las escaleras hacia la plaza, sencillamente, porque era el camino más corto. Sin embargo ahora, cuatro años después, creía que algún tipo de confabulación de los astros le había empujado a seguir ese trayecto aquel día. Porque fue ese día cuando la conoció. Y ese primer encuentro ocurrió por bajar aquellas escaleras. Aunque, en realidad, no era del todo exacto, porque ya la conocía de haberla visto en las revistas y en las contraportadas de algún libro, en la pantalla de su ordenador y en la televisión. Pero ese día se miraron por primera vez, le llegó su perfume afrutado y supo saborear el olor de su existencia. Fue un instante mágico en que sus miradas se cruzaron. Ninguno de los dos pasó desapercibido ante el otro. Ella no dejó que trascendiese lo que sintió, tal y como le habían enseñado que se hace en estos casos. Tres peldaños más abajo, Pedro se giró esperando que ella también lo hiciese. Y, finalmente, lo hizo mientras le sonrió, sin poder evitarlo.
          Los días siguientes a aquel encuentro fugaz, la mente de Pedro retornaba, una y otra vez, a aquel recuerdo en que él mismo bajaba las escaleras y ella aparecía, subiéndolas. Lo recreaba con todo detalle, como a cámara lenta. Veía como el pelo de Laura se balanceaba arriba y abajo. Como, lentamente, se lo retiraba de los ojos mientras levantaba la mirada y la clavaba en él. Percibía el aroma a té verde, mezclado con cítricos, del perfume que llevaba. Sentía su presencia. Aquella época, Laura le acompañaba a todas partes. Empezó a seguirla en la redes sociales y, de esta forma, estaba al día de todo lo que le ocurría. Indagó el motivo que la había traído hasta su ciudad, porque Laura vivía en Madrid. La razón tenía que ver con su profesión: la presentación, en el salón de actos del Ayuntamiento, de un certamen literario que se celebraba cada dos años. Descubrió, también, que las casas de aquella calle en que se cruzaron, tan coloridas, se habían pintado intentando simular los colores del arco iris. Sin embargo, el paso del tiempo había apagado aquellos tonos que desprendían tristeza. Cuarenta años viviendo en aquel lugar y desconocer este hecho hizo que se avergonzase de sí mismo  
Pasaron los meses y aquel recuerdo fue perdiendo intensidad. Las tareas cotidianas y el trabajo ganaron espacio en la mente de Pedro. De vez en cuando, se permitía fantasear con aquella historia imposible en que Laura y él se cogían de la mano y caminaban, por la plaza, bajo la tenue luz de la luna. Pero llegó un momento, en que su vida transcurría como si nunca hubiese bajado aquellas escaleras, como si nunca la hubiese visto. Durante ese año, Pedro había empezado a salir con Ana, una chica más bien bajita, de ojos negros y brillantes, que solía caer bien a todo el mundo. Era realmente divertida y las salidas nocturnas con ella solían acabar entre risas. Pedro no estaba enamorado de Ana, pero era agradable dejarse llevar hasta que, irremediablemente, algún día llegase el fin de aquella relación.
Una tarde del mes de mayo, un cartel publicitario llamó la atención de Pedro. Se anunciaba la firma de libros, por una conocida escritora, en unos grandes almacenes de la ciudad. Era Laura, su Laura. Habían transcurrido cuatro años desde que ella le había sonreído, tímidamente, mientras subía el último escalón de aquella escalera. Su corazón se aceleró y los recuerdos volvieron atropelladamente a su cabeza. Ardía en deseos de volver a verla, pero no esperaba nada, ni siquiera que lo reconociese. Sólo tenía que comprar un libro y comprobarlo.
Esperó con impaciencia los dos días que faltaban hasta la firma. Y llegó el momento en que se encontró en una fila, con un libro en la mano, y divisó a Laura al fondo. Al fin pudo escuchar su voz, que hablaba a una señora de cierta edad que elogiaba su libro. Había llegado el final de aquellos cuatro largos años de espera. ¿De espera? Se preguntó a sí mismo. Con toda seguridad, no le reconocería. Podía oler aquel perfume cítrico que tanto le gustaba. Y le agradó, enormemente, la sonoridad y la pausa que Laura imprimía a sus palabras.
-¿Qué nombre pongo? –le preguntó mientras levantaba la mirada.
-Pedro –contestó él con tono inseguro.
Escribió en la primera página del libro y firmó. Le dio las gracias por la compra y se despidió con una sonrisa similar a la de cuatro años antes. Eso fue todo.
Ya en casa, cuando casi se había recuperado de su decepción, Pedro se dispuso a leer el nuevo libro de Laura. Porque sus libros, su manera de escribir, su clarividencia, su forma de explicar el funcionamiento del mundo, siempre le reconfortaban.
A Pedro, porque lectores como él son los que hacen que siga escribiendo, que siga escalando la montaña que es la vida. Con cariño: Laura Etura Fidalgo
Pedro pensó que era una dedicatoria bastante adecuada, bastante próxima a su andadura vital y que guardaba cierta similitud con las circunstancias comunes entre ellos. Pero también pensó que lee entre líneas quien quiere hacerlo, aunque no hubiese motivo para ello. Había dejado un hueco a la esperanza de aquel reencuentro y esa era la causa por la que ahora se sentía frustrado. Así que abandonó aquella idea estúpida.
Leyó el libro de Laura durante algo más de una hora, hasta que empezó a sentir hambre. Fue a la cocina a buscar algo que comer y regresó al sillón del salón. Volvió a abrir el libro en la página 47. Mordió una manzana y la colocó encima de la mesita que estaba a su derecha. No pudo evitar que pasase por su mente la imagen de Apple, con su poderosa simbología bíblica del pecado original; Adán y Eva y el deseo, su propio deseo. Sonrió. Hacía una noche magnífica, con una temperatura agradable y el cielo estaba repleto de estrellas. Era la noche perfecta para salir de casa. Decidió que seguiría con la lectura del libro después de un relajante paseo.
Recorrió la ciudad pensativo. En su trabajo no iban bien las cosas. La empresa para la que trabajaba había despedido a un par de compañeros suyos y no era descabellada la idea de que habría más despidos. Eso le preocupaba y hacía que se olvidara de cuestiones menos primarias. Perdió la noción del tiempo, pero apenas había gente por la calle, por lo que dedujo que debía ser una hora prudente para regresar a casa. Como de costumbre, subió las primeras escaleras de dos en dos. Levantó la mirada y la vio bajando. Esta vez las tornas se habían cambiado. Laura bajaba mientras él subía. Una barandilla verde situada en medio de las dos escaleras (la de subida y la de bajada) hacía de pasamanos. Laura deslizaba su mano izquierda por él para asirse en caso de tropezar. Pedro nunca lo utilizaba, y menos para subir, pero aquel día aminoró la marcha y deslizó su mano temblorosa sobre el frío metal. Les separaban, aproximadamente, diez metros cuando él sintió la mirada de ella. Un segundo después pudo olerla. Aspiró aquella bocanada de aire que recordaría siempre y cerró los ojos un instante. La mano de Laura tocó la de Pedro con intención, pero él reprimió la tentación de agarrarla. Recordó de nuevo a Adán y Eva y la manzana que le esperaba en casa. Sus vidas eran muy distintas. Siempre subiría cuando ella bajase; siempre bajaría cuando ella subiese. Así que aceleró la marcha y volvió a subir las escaleras a pares. Sabía que si se giraba, la encontraría mirándole, preciosa, con la luz de las farolas al fondo. Sabía que no podría resistirse al poder hechizante de su mirada de sirena y prefirió protegerse. Siempre le quedarían sus libros.

martes, 14 de julio de 2015

Julia



          Aquella noche de San Juan, un bello rostro brilló entre muchos otros rostros. Atrapó mi mirada como sólo habían sabido hacerlo, hasta entonces, el fuego, el cielo y el mar. Literalmente, no pude dejar de observarla durante más de dos horas, pero bastó un descuido, entre tanta gente, para que la perdiese de vista para siempre. La busqué toda la noche sin descanso pero no tuve éxito. Sólo pude conseguir un dato sobre ella, su nombre. Un nombre que me acompañaría el resto de mis días: Julia.
Al año siguiente y durante todos los años de mi vida, acudí a mi cita de finales de Junio en la noche de San Juan, esperando reencontrarme con Julia. Cada año, cuando finalizaba el mes de mayo, Junio anunciaba a Julia y mi corazón se ilusionaba. El calor que desprendían todos los fuegos de todas las hogueras esa noche, no bastaban para que dejase de sentir el frío que me provocaba no encontrarla. En ocasiones, me divertí, no puedo negarlo, pero no me sentía pleno. Fue cayendo un año tras otro, como las hojas en otoño. La mayoría de mis amigos se casaron y tuvieron hijos. Mientras, yo me encontraba paralizado, sin saber el rumbo que debía tomar. Ignoro los motivos por los que decidí que mi vida la llevase la marea, sólo puedo intuirlos. Todos los años salté la hoguera pidiendo el mismo deseo para el año venidero, pero aquel deseo, nunca se cumplía. Llegó un momento en que mi sobrino Antón me acompañaba, quizá por miedo a que me ocurriese algo, pues me fui haciendo cada vez más mayor. Aunque nunca le expliqué que buscaba, ni tampoco me lo preguntó, intuía que aquella noche era esencial para mí.
Recuerdo un otoño, siendo ya un hombre de cierta edad, pues me niego a llamarme a mí mismo viejo, en que leí un libro de Umberto Eco titulado El nombre de la rosa. ¡Me sentí tan identificado con Adso de Melk! ¿Cómo puede ser tan importante en la vida de alguien una persona con la que no has cruzado una sola palabra? Yo conocía la respuesta; puede serlo, claro que puede serlo.
El otoño se ha instalado en mi vida, pero no me quejo. Hace cinco años que estoy ingresado en una residencia de ancianos. Mi vida es monótona y, por supuesto, ya no salto hogueras. Antón es el único familiar que tengo y suele visitarme, al menos, un sábado cada mes. La mayor parte del día la paso alimentándome de aquel recuerdo de juventud, sentado en un banco. Cuando cierro mis ojos retorna aquel rostro; aquel que vi hace tanto tiempo y cuya precisión de rasgos hoy no existe, pues mi memoria envejecida lo ha ido desdibujando.
Hace cinco días algo extraordinario ocurrió aquí.  Ingresó una mujer de una edad similar a la mía y creí reconocer en ella ciertos rasgos familiares. Temía preguntar su nombre y que fuese cualquiera distinto de Julia. Así que no lo hice.
Estoy esperando a Antón en los jardines para pedirle que haga algo por mí. Al fin me he decidido, quiero que pregunte su nombre a la mujer desconocida. No sé si dispongo de muchos días. Últimamente, tengo el presentimiento de que estoy a punto de dejar este mundo y no quiero que esto ocurra sin conocer la respuesta. Antón no llega y ella está sentada a mi lado. La oportunidad de entablar una conversación puede ser la última que se me presente. Quizás, cuando él llegue, ella se habrá ido. Debería de hacerlo yo mismo, aunque me resulta muy difícil.
-Disculpe, ¿nos conocemos? –esbocé con voz temblorosa en un arranque de valentía.
Aquella era una pregunta más propia de un adolescente que de un hombre de mi edad. Pero sirvió para presentarme y que ella me desvelase su nombre. Cuando llegó Antón, me encontró radiante, recitando para aquella mujer unos versos, muy conocidos para mí, de José Agustín Goytisolo.
“Tú no puedes volver atrás  // porque la vida ya te empuja // como un aullido interminable. // ... entonces siempre acuérdate // de lo que un día yo escribí // pensando en ti como ahora pienso …”
Los tres nos miramos, por un momento, y Antón esbozó una sonrisa de complicidad. Sabía que yo era feliz en ese instante y eso, era más que suficiente.

jueves, 22 de enero de 2015

Condena



A trabajos forzados me condena
mi corazón, del que te di la llave.
No quiero yo tormento que se acabe,
y de acero reclamo mi  cadena.

 No concibe mi alma mayor pena
que libertad sin beso que la trabe,
ni castigo concibe menos grave
que una celda de amor contigo llena.

No creo en más infierno que tu ausencia.
Paraíso sin ti, yo lo rechazo.
Que ningún juez declare mi inocencia,

porque, en este proceso a largo plazo
buscaré solamente la sentencia
a cadena perpetua de tu abrazo.


Antonio Gala